martes, 31 de mayo de 2011

Humanidad perdida: Parte uno



-Ave María Purísima

-Sin pecado concebida-le completó el padre Paco somnoliento en su confesionario de luz de bombilla colgante-El Señor esté en tu corazón para que te puedas arrepentir humildemente de tus pecados.

-Señor, he pecado- un golpe hizo retumbar las paredes de aquellos dos pequeños cubículos de madera unidos por la ventanilla filtrada-He pecado, he pecado, he pecado...

Los golpes seguían repitiéndose. Paco escudriñó por los bolsillos de su sotana para coger sus gafas. Tras los cristales, vió cómo la sombra de alguien daba cabezadas furiosas contra la pared.

-Serénese-sentenció Paco.

La sombra paró. Respiraba muy fuerte y dudaba entre arrodillarse o quedarse en cuclillas. Elcura parecía esperarle, silencioso como el atardecer de una playa vacía. Finalmente, algo entendible se escuchó entre gimoteos:

-Señor, perdóname porque he pecado.

-Creo que eso ya ha quedado claro. ¿De qué se trata?

-Tengo muertos en mi conciencia, padre.


***

Otro día más de trabajo para Manuel. Otra vez horas extra hasta las doce de la noche. Dejó las llaves en el bol de la mesa cercana a la entrada y encendió la televisión. Saltó por encima del sofá para tumbarse tranquilamente. Sonrió al ver la puerta que estaba en la misma pared de los cables de caja tonta y DVD. Elisa dormía detrás, seguramente con su blusa amarilla y deseosa de darle sus "buenas noches" particular. Pero Manuel no tenía ganas de nada ese día.

 Intentaba encontrar algo que le distrajese un mínimo de tiempo antes de ir a la cama y negarse a cualquier tipo de satisfacción física. No podía soportar que le tocaran en esos momentos, aunque después aceptará de buen grado la mano amiga al lugar adecuado. "¿Pero que coño?", llegó a la conclusión Manuel, "¡yo lo que necesito es follar!"

Cual guepardo se levantó y de camino al cuarto fue realizando un striptease que casi le cuesta los dientes al engancharse los zapatos con las perneras de los pantalones. Tuvo que lanzar el patalón como si de un balón de fútbol se tratara para alcanzar el objetivo. Giró el pomo totalmente desnudo y esperó con los ojos cerrados viíores a su aparato. La falta de respuesta del público tras diez segundos de reloj mental solo podía significar que se había dormido tras una larga espera. Abrió los ojos y se preparó para ver la imagen de su mujer despatarrada como un ángel. Pero allí no había nadie y la cama se hallaba impecable.

"¿Qué cojones hará fuera de casa?" se cuestionaba interiormente mientras retrocedía hasta sus pantalones para llamarla con el móvil.

Cuando tenía la oreja en el teléfono, recordó lo último que le dijo ella por la mañana mientras que metía ropa en la maleta roja de viaje: "Esta noche la paso en el pueblo, que mi abuelo está malo y mi familia me necesita." Colgó antes del primer pitido de llamada y fue para el cuarto a dormir.

Se sentía solo en la inmensa cama. Una vez pasado su enfado con el mundo, quería un poco de cariño. "Puto viejo, podría palmarla ya", rugía para sí Manuel. Fue hilando reflexiones durante la noche, hasta que a las dos decidió vestirse y conducir hasta el pueblo. Con el abrigo puesto y dispuesto a marcharse de la habitación, vislumbró un color brillante debajo de la cama. Lo tanteó y lo sacó por una especie de asa. La maleta roja.







domingo, 29 de mayo de 2011

La noche desde una botella



"Era una noche oscura de Londres. Mike fumaba..."

Otra vez bloqueada. A Clara no le salía nada desde hace tiempo. Siempre empezaba por la misma frase, un tal Mike de Londres dándole al vicio humeante en absoluta penumbra. Se replanteaba la escena: ¿Allí no funcionaba la Ley Antitabaco? ¿En Londres alguna noche era total, dado el volumen de carteles luminosos y pantallas resplandecientes? ¿Y por qué seguía obsesionado con Miguel? Esto último le llevaba rondando la cabeza desde hace meses. Lo habían dejado en enero y aún en noviembre seguía dándole vueltas, con todos los protagonistas de sus historias llamándose Michael, Michelle, Miki...

Con lo buena que estoy, pensaba la parte masculina de Clara, y que siga comiéndome el tarro por ese subnormal. En esos momentos de medio bajón, una botella de vino tinto gritaba desde detrás de su portátil rojo. Dos buches y parecía que las musas guiaban sus dedos por el teclado.

"-Es oscura la noche en Londres-susurró para sí Mike mientras se fumaba un cigarrillo.

Lo mismo, exactamente lo mismo. Su sueño recurrente, Miguel con la colilla entre sus labios adentrándose en las tinieblas de las calles madrileñas tras cortar con ella. En estos diez meses no habían tenido contacto de ningún tipo. Clara en principio tuvo una ligera tentación de marcar su número, pero su orgullo se lo impidió. Después fue su dignidad y actualmente el odio era su obstáculo. Porque apreciaba a alguien que no le correspondía. Y a ella debían corresponderla. Cabello moreno y reluciente hasta los hombros, pechos del tamaño del Teide, piernas recién barnizadas y dientes con la luminosidad de un faro de puerto. Cuatro razones para acceder al desnudo de cualquier tío en cualquier momento. Pero no de ese tío, Miguel, siempre tan altivo, siempre tan misterioso, siempre tan fumador.

Si te quiere te llamará, declaró la nostalgia rencorosa. ¡Pero vamos de copas, él ya es pasado!, gritaba la renovación. Quiero hablar con él, musitó su corazón.
Clara volvió a la bebida. Miró a la ventana de su habitación. La Luna colgaba del firmamento nocturno y llamaba a los rezagados en casa con el embrujo de sus mares. Alcohol, antídoto para el recuerdo, potenciador de la soledad. Sabía que debía pasar página, lo malo es que en esa página estaban impresas las odas a un amor tan vergonzoso como verdadero.

"Un hombre silbaba nervioso mientras el sol salía al oeste de Madrid"

Tendría que escribir encima de la misma hoja.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Costumbre de amar

Maria. Como si de un té inglés estuviésemos hablando, siempre pasaba por delante del bar Kiko a las 5 de la tarde. Ni un minuto más, ni un minuto menos. Rutina de anciana inmutable. Antes el Vaticano se hacía república que ella cambiaba su itinerario de paseo. Eso sí, nunca se paraba a tomar algo.

Y no sería por falta de oportunidad. El Kiko, dueño del susodicho bar y hombre de edad avanzada, siempre le tentaba desde la barra exterior: "Pero María, preciosa, un zumo de naranja" Ella gruñía un rechazo y proseguía con su camino, incluso a veces acelerando su ritmo de paso. Kiko se embobaba con el pelo rubio canoso de ella que se movía con el viento. También con sus vestidos de flores tropicales con fondos azules o rojos. Le parecía la viejecita más coqueta que había visto en su vida. Entonces el reflejo de su cara demacrada y con lunares negros en una bandeja de metal le devolvía a su realidad y acto seguido amenazaba con la misma a los tabernarios burlones de la barra exterior.

María y su camino sin paradas. María y sus vestidos florales. María y su bolso amarillo de correa larga. Pensamientos recurrentes de Kiko cuando cerraba el bar al anochecer y se disponía dormir detrás de la barra en un jergón. Sus tiempos de pechos jóvenes y traseros lisos habían acabado. El gusto de lo añejo y el tacto de lo arrugado movían ahora su mundo. La belleza del buen vino y de la buena mujer, que es cuestión de más y más tiempo en la bodega de la vida.

No veía como atraerla, cómo hacer que ella se interesara. Decenas de zumos de naranja sin respuesta tuvieron que pasar para que se diera cuenta de que "dar viene antes que recibir"

El pitorreo general al ver a Kiko desposeído de su camisa blanca y sus pantalones verdes para estar con un chandal de Adidas y unas calzonas de deporte que dejaban ver sus piernas huesudas se vió recompensado por la aparición de María a las 5 de la tarde por delante del bar. Él empezó a andar detrás de ella, no sin ciertas toses exhortándola a que bajara su ritmo. Ella se fue parando hasta que se giró para susurrarle entrecortadamente:

-Mañana un zumo, Kiko ¿A las 5?

-A las 5.

María se alejó lentamente del bar siguiendo su tradicional camino  y él esa noche solo soñó con naranjas.

I love basket

Me lo paso bien jugando al fútbol. Disfruto con el tenis. Pero el baloncesto lo vivo.

No es un juego de manos, es una danza tan precisa como el ballet. No es esencialmente un juego en equipo, porque al tirar solo dependes de ti mismo. Colocar bien los brazos, apuntar a la canasta, sentir el balón en tu palma y disparar. Si la escupe el aro o ni lo toca, rabia, furia, correr hasta el rebote. Si toca las redes, gloria, felicidad, satisfacción, victoria.

A la gran mayoría de las personas no les gusta, les resulta un aburrimiento. No saben valorar el arte en movimiento y el prodigio físico de sus jugadores. Quien no se ha levantado de su silla al ver el último mate del rey Lebron o abierto la boca con el tercer triple que mete seguido nuestro Juan Carlos Navarro en un partido cualquiera. Por momentos no parecen hombres, más bien titanes que luchan por el Olimpo del triunfo en un partido cualquiera.

Y tras verlos, quieres imitarlos. Intentas el mágico skyhook de Adbul-Jabbar y el balón rebota con fuerza en el tablero para no entrar. Emulas uno de los pases por la espalda de Jason "Chocolate Blanco" Williams y la gracia le saca dos dientes a tus compañeros. Te crees Larry Bird desde la línea de tres y el lanzamiento pasa de largo.

Juegas día tras día, mes tras mes, año tras año. Con tus ídolos de la NBA y de la ACB dándote nuevas ideas para la próxima pachanga contra tus amigos. Perderías la esperanza de tanto ensayo y error, pero un día te entra el primer ganchito. Sigues ahí, tu ilusión esconde tus limitaciones físicas. Saltas más alto, eres más rápido y te notas más fuer. Ya no es el polideportivo, es el Staples Center o el Madison Square Garden. Ya no es ganador o perdedor, es con anillo o sin anillo. Ya no es la realidad, es tu sueño. ¿Y es que un sueño no está para ser un día vivido?

¿Ataque o defensa?


Lluvia en la plaza empedrada. Miles de paraguas alzados. El hombre en el estrado blanco. Traje gris y corbata roja. Él prometiendo el cambio y la prosperidad en voz baja, el microfóno enganchado al bolsillo de su chaqueta amplificando el mensaje. Aplausos rabiosos en cada ademán furioso, silbidos ensordecedores en cada palabra soñadora.

El salvaje veía el acto desde un banco a cien metros de la masa. No entendía nada. Quién era esa hombre, qué decía y por qué la gente le aplaudía. No era ninguno de los sacerdotes, ni un guerrero con cicatrices. Era un hombre vestido como los invasores, aquellos que desalojaron pueblos, sacaron líquido negro de debajo de la tierra y después dieron a los lugareños papeles con caras dibujadas. Hacía tiempo que buscaba el salvaje a uno de ellos, quería ver sus maldades antes de clavar el cuchillo afilado de su mano en uno de ellos.

Se comparaba con él. Ese invasor tenía una sonrisa blanca y limpia, mientras que a él le faltaban algunos dientes delanteros. La ropa de ese hombre resaltaba más por la camisa azul marino que llevaba. El salvaje apenas tenía media túnica, verde oscura, que le cubría la mitad del torso y hasta un poco más abajo de las rodillas. En el pecho del hombre un pañuelo, en la del salvaje un nudo gordo que ataba ambas puntas de la manta que le vestía.

Tenían cosas en común. El moreno. Ambos debían ser de la misma zona de costa. Solo por allí el Sol teñía la piel de sus habitantes con un color marrón como el pelaje del conejo silvestre También la nariz, con la misma forma de gancho. La boca, con labios resecos de ver agua solo en caso de extrema necesidad. ¿Hermanos?

Hermanos bastardos.

El hombre bajaba por la escalinata  dando la mano al público agolpado al estrado con efusividad fingida. El salvaje supo que había llegado la hora. Corrió hacia la muchedumbre. El puñal que llevaba en la mano alertó a varios, pero permanecieron impasibles por verle como una muestra de un mundo pasado, inexistente.  Él apartaba con su izquierda a las personas deseosas de tocar al hombre.  Su derecha lista para ensartarle. Ya olía el aroma del hombre, embriagador y seductor. Pecaminoso, pensó el nativo.

Finalmente, el hombre frente al salvaje. El hombre se llevó los dedos a la nariz. El salvaje olía a estiércol vacuno. Sin embargo, extendió la mano diestra y sus dientes relucientes. El salvaje extendió su mano derecha. No tocó la de su hermano. La hundió hasta el corazón.

Nadie se daba cuenta. Todos seguían vitoreando al hombre, que ahora miraba su pecho todavía poco ensangrentado. El salvaje conectó sus ojos con el del hombre herido. Soberbia y orgullo. No podía soportarlo. Apartó la vista. El cuchillo seguía quitando vida.

Cayó el hombre de rodillas. El salvaje retiró el arma blanca bañada de carmesí. Alguien del público señaló con el dedo la escena. Un segundo de silencio enlazó con el pánico y el horror. La cabeza del hombre tocó el suelo. Del corazón, brotaba un oceáno rojo.

El salvaje se iba del lugar de la justicia y del crimen. Muchos le reconocían como el asesino, pero les asustaba su gesto sosegado. No tenía miedo. La sangre del hombre había vengado la ofensa extranjera al pueblo. Solo Dios sabía si también la traición nativa a sus raíces.

sábado, 7 de mayo de 2011

La fruta con nombre de pájaro

Mi mano, al rozar el kiwi, siente cosquilleos. Si cerrara los ojos y lo acariciaras sin saber qué es, me creería que mis dedos están bailando sobre un bosque de pocos pelillos que hunden sus raíces en un terreno yermo y frío. Lo aprieto y puedo notar lo cambiante de su forma con una mínima fuerza. Cede sin explotar a la presión de mi pulgar y, cuando lo retiro, el original tarda en reponerse de la huella de mi dedo más rechoncho.

Me fijo en su color marrón, con un brillo especial por su híbrido entre metal manejable y fruta. Su forma es la de cilindro con una base parecida a la barriga de una embarazada y una cumbre que antes fue unión con su árbol.

¿Aburrido? Debemos cortarla para ver belleza. El olor interior es de desayuno sano a la par que vomitivo y de que una mezcla con yogur es más deseable. No podemos comparar ese olor con otro, pero sin embargo el olfato nos sitúa en diversos escenarios sensoriales cada vez nuestra nariz lo detecta en el ambiente.

Verde su esencia y negras las pepitas que rodean su núcleo claro. Cada pepita forma un surco corto y hay que tener en cuenta que ninguna parte del núcleo es libre de un pepita negra a su alrededor. Su núcleo no cede ante mi índice, es evidente que es el “hueso” del fruto. Blanquecino y sin ser perfecto morfológicamente hablando, el “hueso” solo es uno cuando el kiwi no ha sido cortado, pero no se puede mirar si no es cortándolo. Dividir para profundizar.

Es un sabor extraño sin duda. Cualquier otra fruta cae en la monotonía, mientras que el kiwi siempre sorprende. También es contradictorio, ya que pasa de dulce a ácido en el tiempo que masticas una vez. Si te detienes en su gusto distingues algunas pepitas que tragas sin preocuparte apenas de su existencia. Debes recordar que, aunque una pepita desaparezca, la otra de su misma rajada ocupará su futura labor de que el kiwi cruja levemente cuando tus dientes decidan trabajar.

Devoras con paciencia y el ácido va ganando peso frente a lo dulce. No es negativa esta sensación. En el kiwi, que este sabor venga de la mano con su estado líquido lo hace pasar por un chupito servido en un local de noche.

El kiwi no es solo una fruta. Es un pájaro con origen en Australia cuyo pico alargado y que no pueda volar le hace un animal muy especial. Ídem con la fruta. Peluda y rechoncha por fuera, verde y con fluídos incluidos en caso de apretar más de la cuenta, el kiwi te golpea a la vez que te acoge en el más extraño y jugoso mundo que te puedas imaginar.