miércoles, 25 de mayo de 2011

¿Ataque o defensa?


Lluvia en la plaza empedrada. Miles de paraguas alzados. El hombre en el estrado blanco. Traje gris y corbata roja. Él prometiendo el cambio y la prosperidad en voz baja, el microfóno enganchado al bolsillo de su chaqueta amplificando el mensaje. Aplausos rabiosos en cada ademán furioso, silbidos ensordecedores en cada palabra soñadora.

El salvaje veía el acto desde un banco a cien metros de la masa. No entendía nada. Quién era esa hombre, qué decía y por qué la gente le aplaudía. No era ninguno de los sacerdotes, ni un guerrero con cicatrices. Era un hombre vestido como los invasores, aquellos que desalojaron pueblos, sacaron líquido negro de debajo de la tierra y después dieron a los lugareños papeles con caras dibujadas. Hacía tiempo que buscaba el salvaje a uno de ellos, quería ver sus maldades antes de clavar el cuchillo afilado de su mano en uno de ellos.

Se comparaba con él. Ese invasor tenía una sonrisa blanca y limpia, mientras que a él le faltaban algunos dientes delanteros. La ropa de ese hombre resaltaba más por la camisa azul marino que llevaba. El salvaje apenas tenía media túnica, verde oscura, que le cubría la mitad del torso y hasta un poco más abajo de las rodillas. En el pecho del hombre un pañuelo, en la del salvaje un nudo gordo que ataba ambas puntas de la manta que le vestía.

Tenían cosas en común. El moreno. Ambos debían ser de la misma zona de costa. Solo por allí el Sol teñía la piel de sus habitantes con un color marrón como el pelaje del conejo silvestre También la nariz, con la misma forma de gancho. La boca, con labios resecos de ver agua solo en caso de extrema necesidad. ¿Hermanos?

Hermanos bastardos.

El hombre bajaba por la escalinata  dando la mano al público agolpado al estrado con efusividad fingida. El salvaje supo que había llegado la hora. Corrió hacia la muchedumbre. El puñal que llevaba en la mano alertó a varios, pero permanecieron impasibles por verle como una muestra de un mundo pasado, inexistente.  Él apartaba con su izquierda a las personas deseosas de tocar al hombre.  Su derecha lista para ensartarle. Ya olía el aroma del hombre, embriagador y seductor. Pecaminoso, pensó el nativo.

Finalmente, el hombre frente al salvaje. El hombre se llevó los dedos a la nariz. El salvaje olía a estiércol vacuno. Sin embargo, extendió la mano diestra y sus dientes relucientes. El salvaje extendió su mano derecha. No tocó la de su hermano. La hundió hasta el corazón.

Nadie se daba cuenta. Todos seguían vitoreando al hombre, que ahora miraba su pecho todavía poco ensangrentado. El salvaje conectó sus ojos con el del hombre herido. Soberbia y orgullo. No podía soportarlo. Apartó la vista. El cuchillo seguía quitando vida.

Cayó el hombre de rodillas. El salvaje retiró el arma blanca bañada de carmesí. Alguien del público señaló con el dedo la escena. Un segundo de silencio enlazó con el pánico y el horror. La cabeza del hombre tocó el suelo. Del corazón, brotaba un oceáno rojo.

El salvaje se iba del lugar de la justicia y del crimen. Muchos le reconocían como el asesino, pero les asustaba su gesto sosegado. No tenía miedo. La sangre del hombre había vengado la ofensa extranjera al pueblo. Solo Dios sabía si también la traición nativa a sus raíces.

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