miércoles, 23 de marzo de 2011

Tras la derrota

Es un día de frío. Como todos. Vas andando por la acera de la calle que te lleva al piso cuando ya has terminado de trabajar 8 horas y ya oscurece. Como siempre. Solo. Como rutina.

El viento agita tu gabardina abierta con fuerza. No es ya suficiente castigo una vida en la que ya nada es como antes. El lujo y el oropel se acabaron. Solo queda el golpe de viento que te hacen sentir que alguna vez fuiste importante.

Te cruzas con algunos conocidos mientras ves el semáforo y el paso de cebra a lo lejos levemente iluminado por una farola. Esperas que se paren, que hablen contigo, que te inviten a cenar, que os toméis unas copas, que paséis la mejor noche de vuestras vidas y que, cuando durmáis, soñéis con que el próximo día será más y mejor. Y eso porque tú eres ese extranjero maravilloso que les hiciste reír mientras tomaban café, porque contaste aquel chiste tan racista en ese oasis de tu desierto de amistades que es la cafetería de la empresa. Te pidieron más y te quedaste mudo, porque tu acento alemán en Madrid te hace tímido. Piensas mucho y dices poco. ¿Quieres aprecio eterno por un chascarrillo? Pues lo único que te ofrecen es pasar al lado de ti, esbozar una risa condescendiente y decirte un “hola” de convencionalismo social. Te recuerdan al menos, tienen en su mente un poco de aquello que dijiste. Un buen rato les hiciste pasar. Si las formas de entablar amistad se comparasen con oficios y estados frente al amor, tú serías una prostituta enamoradiza.

Pones un pie en la raya blanca del paso. Está en verde pero un autobús a toda velocidad pasa a un palmo de tu cara. Te ves reflejado en sus cristales. Nariz torcida, ojos verdes de locura, gafas de pasta dura, barriga prominente, tres granos en la frente, pelo engominado y bigote negro recortado es lo que podrían destacar de ti los pasajeros que han mirado al insignificante señor de gabardina negra conjuntada con camisa azul y pantalones oscuros.

Tras el susto, sigues avanzando no sin ciertas precauciones como mirar de un lado a otro continuamente. Llegas a la otra acera. El edificio en el que está tu piso se encuentra al lado del quiosco que ves de reojo a mano izquierda. Sacas las llaves , sujetas por un llavero del Real Madrid.

Metes la llave, tres giros y se abre la puerta. Una bombilla fundida ilumina las escaleras. No te caes de milagro. Tus huesos de anciano casi se rompen en el último tramo. Que ya tienes sesenta y cinco años, no eres aquel tío que iba a Munich, París y Roma. Tu tiempo pasó.

Al fin has llegado al tercer piso. Podrás tumbarte tranquilamente en el sofá y oír la radio. Aceleras el ritmo para llegar ya a tu apartamento. La llave acciona la cerradura. Estás dentro
.
Te diriges a la cocina y miras en la despensa a ver qué comida te han dejado. Judías verdes y hamburguesa. Tienes que reconocer que tu amigo gallego tiene un humor muy fino. Aunque pensándolo bien y viendo la situación española en 1954, es un lujo esta comida.

Te tumbas en el sofá y dejas tu cena en la mesa. Antes has puesto la radio. Se intuyen las notas musicales del “Cara al sol”. Apenas has llegado a disfrutarla cuando ves un paquete en el extremo de la mesa. Te levantas y notas por su tamaño que debe ser un libro. Le quitas el envoltorio. “Mein Kampf” de Adolf Hitler. Menos que te has recortado el bigote, antes estabas demasiado reconocible.