domingo, 6 de septiembre de 2015

Deber

Las luces de neón del Audi deslumbraron toda la calle y a la chica que se apoyaba en la farola estropeada. Ojos de pantera buscando presa, cuerpo sinuoso como el Amazonas y piel tostada por el sol de la selva brasileña, con una gabardina roja que la protegía de la intermitente lluvia. 

El deportivo paró delante de ella y apagó la iluminación. Una sombra bajó, la sombra de un hombre de constitución recia, con brazos de armador y de altura baloncestista. A dos metros de la mujer, se detuvo. La fémina habló primero:

-Cuánto tiempo. 

-Sí.

-El coche...

-Lo hicieron a mi medida.

-Déjame verte.

El fornido dio un paso, de un metro. Una cicatriz surcaba su cara, desde la frente hasta la barbilla. Le faltaban unos dientes. Sin embargo, era bello, como un tigre viejo que se retira a morir.

Pero tenía 30 años. 

Ella cambió su expresión por la de un gato asustado. Se intentó acercar para verle más de cerca. Él la detuvo con el brazo:

-No.

-¿Qué pasó?

-Me abandonaste.

-Yo no quería.

-Me abandonaste igualmente.

Una lágrima descorrió el rimel de la joven. Él no se inmutó.

-Por favor...

-No.

La gota se convirtió en un mar. La mujer sollozó:

-Te quiero. Siempre te he querido. Desde que éramos pequeños. Por favor...

-Me abandonaste.

La torre se resquebrajaba. Su enorme mano se apoyó en el fino hombro de ella:

-Pero eres mi hermana, así que destrozaré a ese hijo de puta. 






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