El sol iba surgiendo en el horizonte, iluminando las aguas del mar. Aparecía tímido, es probable que perezozo, pero con fuerza. Yo estaba sentado cerca de las olas que subían y bajaban constantemente. En mi mano derecha, un paquete de Malboro; en la izquierda, un mechero. Ya tenía uno en los labios cuando oí un grito:
-¡Tonto! ¡No fumes!
-Yo hago lo que me da la gana.
Oí como sus pasos se alejaban de mí. Me dí la vuelta y dejé el vicio en la arena.
-Lo siento, no quería...- le dije con mis mano en sus hombros. Ella se revolvió.
-Vete a la mierda- Se alejó con un andar dubitativo. Empezó a llorar.
Caminé tras sus pasos. No me costó mucho alcanzarla y ponerme en frente suya. Sus ojos estaban empapados.
-Haz lo que te dé la gana pero...-La corté con un abrazo.
Nos quedamos en silencio quince segundos. No cambió la posición del sol, el reloj no avanzó horas, no tuvimos que cambiar de calendario, aunque para mí que estuve rodeándole con mis brazos durante siglos. El mar nos hacía de coro.
Finalmente, la miré tocándola unícamente en los dedos de su mano.
-Lo siento.
-No, no, no- alejó su mano de la mía- Tú haces lo que te da la gana.
Todavía con lágrimas en los ojos, me sonrió sarcastícamente y comenzó a imitarme, como si fuera un rinoceronte que va a arrasando todo su paso.
-Qué mala eres- le guiñé el ojo y le dí un puñetazo amistoso en el brazo.
Ella me pegó un poco más fuerte. Fingí como si me hubieran matado. Me dió otra vez la mano, con un rayo de sol iluminando sus ojos. Yo me acerqué a ella, hasta que mi tripa se chocaba con la suya. La besé en la cabeza.
-Te quiero.
-Yo también...pero siempre harás lo que te da la gana- puso una voz ruda y tosca, parecida a la mía.
Me reí a carcajadas. Como ella.
Y su sonrisa me alegró la vida.
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