Se levantaba a las 12 de la mañana, se vestía de chandal, cogía las llaves, salía por la puerta, leía el periódico en el mismo kiosko, volvía a casa, comía las sobras de ayer, otra vez a la calle, daba un paseo por el parque, de nuevo al hogar, pedía comida china para cenar y después se dormía a las 12 de la noche.
Ese era el día normal de Martín, un parado que vivía en un piso de 30 metros cuadrados en un pueblo de las afueras de Sevilla. En su apartamento, formado de una sola habitación, había una cama de matrimonio, un frigorífico, un armario, un grifo de agua con un cubo de pintura haciendo de fregadero, un armario lleno de ropa deportiva, un baúl con candado y un televisor de 50 pulgadas. Se preguntarán cómo un hombre sin trabajo podía tener un aparato de mil o más en su casa. La respuesta tenía que ver con su pequeña pero importante labor en el tráfico de droga de la zona.
El señor que le metió en el negocio fue Marcelio Estrada, un mexicano que vió en ese pueblo una cabeza de playa perfecta antes de llegar a la capital. Conoció a Martín mientras él tomaba su octava copa en la cantina. Habló con él, acordó pagarle 10000 euros al mes a cambio de que guardase kilos de cocaína en su piso y desde entonces no buscó más trabajo en la agricultura local.
Al principio gastó el dinero en la televisión, en la entrada de un Renaul Mégane, en invitar a sus familiares de Extremadura a comidas en el Alfonso XIII. Hasta conoció a una mujer, Gloria, de 40 años, los mismos años que él. Estaba divorciada y vivía con su octogenario abuelo en un campo cercano cultivando patatas. Fue, como se diría actualmente, "un flechazo". Estuvieron juntos y con planes de boda hasta que ella se enteró de la fuente de ingresos de su futuro marido. Fue al hablar con un señor de camisa morada y cadena de oro en la puerta del apartamento de Martín. Ese hombre no sabía que ella no conociese los negocios de Martín y le explicó el trato con todo tipo de detalles. Ese hombre tenía un nombre que les sonará: Marcelo.
Tras enterarse del entramado, Gloria montó en cólera. Rompió su relación con Martín y no le denunció a la Policía porque seguía enamorada de ese vago que vivía en un piso repleto de azúcar para la nariz.
Martín empezó a consumir lo que almacenaba. Contrataba a prostitutas cada sábado. Lloraba cada domingo. Hasta que un día decidió vivir porque respirar es un acto involuntario. Sin mujer, sin amigos, sin trabajo...solo dinero sucio que daba en comer a familiares de estómago agradecido y gestos condescendientes. No le llenaban, su amabilidad protocolaria habían encharcado las raíces del árbol social y no era posible que de sus ramas surgieran flores de amor solo sustentada por aprecio y no por necesidad mutua de compañía.
Dejó la sociedad. Adoptó su religión, la rutina mecánica. Ni la sorpresa ni la incertidumbre impregnaron sus acciones. Las certezas y la seguridad le dominaban.
Hasta que un día la esquiva alegría le guiñó un ojo y le gestualizó que se acercase. Un niño de 6 años, rubio y de cachetes rojos le siguió por el parque sin otro propósito que jugar. Cada vez que se giraba Martín, unos pelos revueltos tales la paja de granja asomaban del árbol más cercano. Siguió con su rutina y llegó a su piso. Allí sonrió tibiamente. Pequeño aperitivo de algo que parecía olvidado por una montaña de repeticiones.
No supo por qué jamás lo hizo. Pero lo hizo. Tres días después de aquel episodio fugaz, fue a pediatría del hospital de Sevilla. Pidió permiso a una enfermera de guardia para entrar con los niños a entretenerles. Ella dudaba. Él le dijo que esperase un segundo. A la hora volvió. Un sombrero blanco con mini-sombrilla roja tapaba su calva, una nariz carmesí su expresión triste y una bata blanca con adornos sustitutía al chandal. El hielo se transformó en líquido y ella le dejó pasar.
Él se contagió de risas desconocedoras de su escaso futuro. También de las de mi Daniel. Hasta su muerte yo estuvé al pie de su cama. Unas lágrimas caían de mis ojos las veces que mi hijo sonreía al ver a Martín con sus pintas extrañamente desternillantes. Cuando Daniel finalmente se fue, Martín no perdió el contacto conmigo ni yo con él. Que mi chico fuera una de las piedras que construyeron su nueva vida siempre lo tuvo en cuenta. Poco a poco él ya no tenía más coca en su casa. Tampoco dinero fácil. Pidió trabajo en el campo del abuelo de Gloria, ahora regentado por ella misma. La nueva dueña distinguió la naturalidad y la frescura de un niño. Únicamente le abrazó para palpar algo nuevo en Martín, la dosis de inocencia necesaria para sobrevivir a este mundo sin perder nada realmente valioso.
A mí me arrancaron a un hijo y a él una droga. A ambos nos dolió, la costumbre de lo bueno o malo nos hace depender enteramente de ello. Sin embargo, lo blanco o lo negro son colores de un lienzo que debe ser terminado para que comprendamos su hermosura. Puede que yo llamé a Daniel de forma inconsciente, puede que él tenga la tentación de tirarse a dormir un día entero. Lo seguro es el silencio por respuesta y un grito de Gloria para despertarle. Lentamente, nos adaptaremos ambos a la novedad de sus ausencias. Algo nos llenará. A él el amor de una amada y risas de niños. A mí... El mar no se quedará sin agua.
El señor que le metió en el negocio fue Marcelio Estrada, un mexicano que vió en ese pueblo una cabeza de playa perfecta antes de llegar a la capital. Conoció a Martín mientras él tomaba su octava copa en la cantina. Habló con él, acordó pagarle 10000 euros al mes a cambio de que guardase kilos de cocaína en su piso y desde entonces no buscó más trabajo en la agricultura local.
Al principio gastó el dinero en la televisión, en la entrada de un Renaul Mégane, en invitar a sus familiares de Extremadura a comidas en el Alfonso XIII. Hasta conoció a una mujer, Gloria, de 40 años, los mismos años que él. Estaba divorciada y vivía con su octogenario abuelo en un campo cercano cultivando patatas. Fue, como se diría actualmente, "un flechazo". Estuvieron juntos y con planes de boda hasta que ella se enteró de la fuente de ingresos de su futuro marido. Fue al hablar con un señor de camisa morada y cadena de oro en la puerta del apartamento de Martín. Ese hombre no sabía que ella no conociese los negocios de Martín y le explicó el trato con todo tipo de detalles. Ese hombre tenía un nombre que les sonará: Marcelo.
Tras enterarse del entramado, Gloria montó en cólera. Rompió su relación con Martín y no le denunció a la Policía porque seguía enamorada de ese vago que vivía en un piso repleto de azúcar para la nariz.
Martín empezó a consumir lo que almacenaba. Contrataba a prostitutas cada sábado. Lloraba cada domingo. Hasta que un día decidió vivir porque respirar es un acto involuntario. Sin mujer, sin amigos, sin trabajo...solo dinero sucio que daba en comer a familiares de estómago agradecido y gestos condescendientes. No le llenaban, su amabilidad protocolaria habían encharcado las raíces del árbol social y no era posible que de sus ramas surgieran flores de amor solo sustentada por aprecio y no por necesidad mutua de compañía.
Dejó la sociedad. Adoptó su religión, la rutina mecánica. Ni la sorpresa ni la incertidumbre impregnaron sus acciones. Las certezas y la seguridad le dominaban.
Hasta que un día la esquiva alegría le guiñó un ojo y le gestualizó que se acercase. Un niño de 6 años, rubio y de cachetes rojos le siguió por el parque sin otro propósito que jugar. Cada vez que se giraba Martín, unos pelos revueltos tales la paja de granja asomaban del árbol más cercano. Siguió con su rutina y llegó a su piso. Allí sonrió tibiamente. Pequeño aperitivo de algo que parecía olvidado por una montaña de repeticiones.
No supo por qué jamás lo hizo. Pero lo hizo. Tres días después de aquel episodio fugaz, fue a pediatría del hospital de Sevilla. Pidió permiso a una enfermera de guardia para entrar con los niños a entretenerles. Ella dudaba. Él le dijo que esperase un segundo. A la hora volvió. Un sombrero blanco con mini-sombrilla roja tapaba su calva, una nariz carmesí su expresión triste y una bata blanca con adornos sustitutía al chandal. El hielo se transformó en líquido y ella le dejó pasar.
Él se contagió de risas desconocedoras de su escaso futuro. También de las de mi Daniel. Hasta su muerte yo estuvé al pie de su cama. Unas lágrimas caían de mis ojos las veces que mi hijo sonreía al ver a Martín con sus pintas extrañamente desternillantes. Cuando Daniel finalmente se fue, Martín no perdió el contacto conmigo ni yo con él. Que mi chico fuera una de las piedras que construyeron su nueva vida siempre lo tuvo en cuenta. Poco a poco él ya no tenía más coca en su casa. Tampoco dinero fácil. Pidió trabajo en el campo del abuelo de Gloria, ahora regentado por ella misma. La nueva dueña distinguió la naturalidad y la frescura de un niño. Únicamente le abrazó para palpar algo nuevo en Martín, la dosis de inocencia necesaria para sobrevivir a este mundo sin perder nada realmente valioso.
A mí me arrancaron a un hijo y a él una droga. A ambos nos dolió, la costumbre de lo bueno o malo nos hace depender enteramente de ello. Sin embargo, lo blanco o lo negro son colores de un lienzo que debe ser terminado para que comprendamos su hermosura. Puede que yo llamé a Daniel de forma inconsciente, puede que él tenga la tentación de tirarse a dormir un día entero. Lo seguro es el silencio por respuesta y un grito de Gloria para despertarle. Lentamente, nos adaptaremos ambos a la novedad de sus ausencias. Algo nos llenará. A él el amor de una amada y risas de niños. A mí... El mar no se quedará sin agua.
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