miércoles, 13 de abril de 2011

Perros viejos



Llegas con tus amigos a la Chupitería y están ahí. Vas a bailar a Bocaboca y están ahí. Fiesta en Reverendos y están ahí. Marengazo por una noche de permiso y...¿sorpresa? ¡están ahí!

Los perros viejos de la noche. No son como nosotros. Su ropa se parece, pero es para que no les tomemos por extraños. Van vagando cual almas del Tártaro por las celebraciones. Sin rumbo, sin ritmo, sin motivación, los que no tenían el óbolo para pagar a Caronte.

Desubicados, miran de arriba abajo y de abajo arriba a todo el que osa entrar en una de sus zonas de reposo. Allí cuchichean, en parejas de ficticios guardias civiles, todo lo que pasa a su alrededor. Que si un chupito ardiendo, que si un grupito de frikis, que si mira el culito de esa/e...No participan en el ritual erótico-festivo de la danza, se mantienen en la esquina del ring o al aire libre suspirando y fumando.

En estos entes pasa como en los colegios del Opus, que no son mixtos. O todos varones o todos hembras. El encuentro entre dos grupos de diferente sexos provoca la tensión y el “vámonos, que esto ya es un cumpleaños de gente de la tercera edad”.Porque el reflejo del espejo siempre es incómodo y confraternizar con lo que por naturaleza deberían de ser sus parejas les amarga la vida.

Queda claro que su signo más característico no es la juventud. Sus edades oscilan entre el Mundial de Naranjito y el estreno de la “Ben-Hur” protagonizada por Chartlon Heston. Sus toses quejosas hacen que el ritmo de David Guetta se entrecorte con una frecuencia preocupante. Aunque lo más interesante es la experiencia de hablar con ellos.

Tuve esa oportunidad hace tres fines de semanas. Mis amigos se encontraban en la pista, berreando (no hay otro verbo posible) la última canción de Enrique Iglesias, esa que se deja de florituras y expresa los deseos de todos los que le bailan. Yo me hallaba en la barra, con el tercer vodka con limón recorriendo mi garganta y con un hastío “existencial” propio de la liturgia semanal que se ha acabado imponiendo en mi vida universitaria. Deseaba salir de todo ese ruido (sí, ruido), por lo que le dije a mis amigos que iba a pedir un cigarro. Recién salido de la discoteca, (imaginen una de las cuatro que he dicho en el primer párrafo, yo ni las distingo) me encontré con un hombre de barriga con forma de duna alta del Sahara y barba abundante en piojos. Fumaba, por lo que “ojos que no ven, corazón que no siente”. Le pedí un pitillo. Una gruñido francamente irreproducible, acompañado de meterse en la mano en el bolsillo, me indicó que mi petición había sido aceptada. Me enseñó su cajetilla de Lucky Strike, sin envoltorio plástico, con tres cigarrillos en su interior. Obtuve uno de ellos y palpé en mis pantalones en busca de fuego. Solo tenía la cartera y el móvil.

Otra vez me dirigí a aquel hombre. Esta vez gruñó algo entendible y más extenso:

-¿Tú qué coño te crees que soy, una puta ONG?

-No, simplemente un tío que tiene fuego-contesté con Baco eligiendo mis palabras.

-¿Eres un puto vacilón o qué?-cada frase suya era la muerte de un filológo.

-¿Y tú tienes fuego o qué?-le imité airado.

Resulta que a estas personas hay que hablarles como cuando se juega a farol en póker. Ir ascendiendo las apuestas hasta que finalmente no tienen más remedio que claudicar. La chispa de su Zippo encendió el cigarrillo de mi boca. Yo le di la espalda y salí de su zona de acción. Noté su mirada apuñalándome. Su mirada, esa es la cuestión.

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