viernes, 11 de septiembre de 2015

Hacer

Rojo. Lo único que veía. Rojo intenso, sin matices, vivido. 

Sangre, en definitiva.

Al poco, el carmesí se dejó acompañar por el blanco. 

Una bruma, una niebla que raptaba el horizonte. 

Se limpió la frente y se levantó del suelo. El tacto sugería hierba, húmeda por el rocío. No había amanecido.

Volvió a limpiarse la cara. No paraba de brotar líquido. La herida era reciente. 

-Oiga.

La voz procedía de su espalda. Mezclaba modales con frialdad.  

-No corra. 

Lo intentaba con todas sus fuerzas, pero el cuerpo no respondía. Unos pasos se oían atrás, cada vez con más decisión. Una mano lo agarró del hombro y lo arrastró al suelo sin apenas esfuerzo.

Un ser grande como un campanario y con la constitución de un toro lo observaba impertérrito en las alturas. Fueron tres segundos de calma antes de la tempestad.

-Esto por mi hermana.

Con cuatro dedos de cada mano lo agarró del cuello. Con los dos pulgares empezó a presionar en sus ojos. El rojo y el gris dieron paso al negro. Pudo suspirar cuatro palabras antes de que su cráneo se quebrara:

-A ella le gustó.

Los pulgares del fornido abandonaron las cavidades que alojaban la vista del cadáver. Entre lágrimas, destrozó lo que le quedaba de sesera con sus puños.







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