Sí, señores, un rival al que respetemos y temamos a partes iguales. Un ser con el que competimos en todo, sin excepciones. Nuestra relación con él se basa en la batalla rutinaria. Nuestras derrotas son objeto de befa y mofa por su parte, pero nuestras victorias...¡Oh, nuestras victorias! ¡Recordadas por siempre jamás!
Cada vez que nos vemos frente a frente, una bola de pelo recorre el espacio que nos separa. El mundo se para para ver otro duelo al sol. Quien desenfunda más rápido, gana. No importa el arma, todo vale en esta interminable guerra.
La Historia me da la razón. Pompeyo y Julio César, Carlos V y Francisco I, Hitler y Churchill, Nadal y Federer, Madrid y Barcelona, Internet y Mozilla Firefox... Nos alegramos cuando cae y nos guardamos de errar, ya que él estará allí con el dedo acusador para dejarnos en evidencia. Desde una perspectiva negativa, nos hunde en los malos momentos. Siendo positivos, saca lo mejor de nosotros, nos hace competitivos.
Y en el fondo, sabemos que sin ellos todo tendría menos gracia. Jugamos al ajedrez con un paleto y perderemos desganados, competimos contra él y hasta nuestra última neurona se centraría en conseguir el jaque mate.
¿Somos enemigos? Sí, pero ninguno de mis amigos conoce tanto mis fortalezas y mis debilidades como él.
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